Me levanto hoy sin necesidad del despertador. Son las 6:30am. Quedé de hablar con mi amiga Isa a las 7. Nada ha cambiado entre los dos, cómo me alegra el corazón. Nos despedimos y empieza mi día. Tengo $7.000 pesos en la billetera y nada en la cuenta, no sé cómo voy a hacer para vivir. Menos mal no estoy fumando. Entro a la cocina, no hay nada para comer y en la radio la misma discusión de la prohibición de porte de armas en Bogotá. ¿Cuál es el lío? ¿Necesitan pistolas como Black Berries? Por puro fetiche y vicio.
Llego a la oficina, llamo a cobrar por un trabajo que he estado realizando. Sí, me van dar un adelanto. Mi jefe me pone una tarea, pero voy de salida y estoy emocionado porque podré almorzar. Salgo a la calle y pienso cómo usar el dinero. Mientras pienso, suena en mi cabeza Por qué los ricos, de Los Prisioneros. Necesito un cigarrillo. Sí, son tan imbéciles y más que los pobres. Hay una fiesta hoy en Quiebra Canto pero no puedo gastar en eso. ¡Quisiera!
Con dinero en el bolsillo almuerzo pizza que viene en combo. Me parece barato, pero hubiera podido ser más austero. Yo no sé ahorrar. Con la panza llena camino hacia la oficina, pienso en lo que tengo que hacer, pienso en lo que quisiera hacer. Estar de nuevo en Londres con Isa o en cualquier parte de Europa. Otra vez Los Prisioneros, Por qué no se van. En mi escritorio oigo la canción, es demasiado divertida. Sí, es un reflejo caricaturesco de nosotros “Si eres artista y los indios no te entienden… si tu vanguardia aquí no vende… si quieres ser occidental de segunda mano… si tu talento aquí no da fama”. ¿Cuál talento? No sé hacer nada.
Me pongo a trabajar. Tengo que buscar la relación entre los grupos económicos del país y los medios. ¡Cuánto dinero, cuánto poder! ¿Para qué querrán más? Mi jefe me anuncia que mi nuevo contrato no estará listo hasta febrero. Hago cuentas. No tengo dinero para vivir tanto. Si al menos me hablara con mis papás. Ya dos semanas y ni el año nuevo. Le digo a mi jefe que me quiero ir a estudiar lejos, él dice que lo haga, que me apoya en todo lo que pueda. Como agradezco su fe en mí.
Salgo a la calle, voy a ver una habitación que arriendan. La Macarena, qué bohemio, qué bonito. Busco cómo subir desde la Séptima. Todas las calles me parecen tenebrosas, así que doy la vuelta más larga de mi vida. Claro, no tengo revólver legal ni ilegal. Cuando llego, ni la casa ni la habitación justifican el miedo de la trepada hasta allá. Vuelvo a dar la vuelta tonta y entro a un súper mercado.
Cerca de donde vivo sólo hay un Carulla. Siempre que compro ahí hago la relación entre la cantidad de bienes y lo que pago. Sí, es costoso. Entro al Éxito a pesar de lo detestable que me resulta, por amarillo, por paisa (ya sé que no es paisa). Debo pensar estratégicamente, comprar cosas de primera necesidad. Necesito crema dental y un cepillo de dientes. Crema Kolinos, tan barata, pero la odio. Té Hindú, qué asco. Pasta la Muñeca, ni loco. Aceite de oliva, sí, el barato está bien.
Me monto al bus para mi casa. Hay un borracho en la parte de atrás gritando. Se sube una mujer con un bebé envuelto en cobijas. Pide dinero para comer, porque ella quiere ser honesta y no quitarle nada a nadie. Esa leve amenaza convence, pero yo empiezo a sentirme pobre. El borracho empieza a gritar que el Bienestar Familiar es una mafia de trata de niños. Hasta razón tendrá. Vuelvo a lo mío, debo hablar con mis abuelos, decirles que necesito quedarme más tiempo.
Se sube otra mujer. Saluda con un “Hola muñecos, hola muñecas”. Risas. Saca unos dulces del bolsillo y los reparte repitiendo “¿Muñeco?, gracias bebé ¿Muñeca? gracias, bebé”. Dice estar contagiada del “virus” (¿VIH?), necesita pagar una habitación de $7.000 por noche. Calculo. $49.000 a la semana, digamos $200.000 al mes. Por un poco más podría quedarse en un un hostal, pero sólo aceptan extranjeros y gente de bien. El borracho canta que le gusta el merecumbe. Esta mujer me conmueve. No, no le puedo dar mi dinero, no tengo trabajo por un mes y acabo de comprar Earl Grey.
El borracho tiene un pito. Pita mientras pasan dos carros de bomberos. Quisiera ver el incendio. Se sube otra persona a pedir dinero. Éste posa con una falsa dignidad, nos reprocha nuestra falta de cultura, educación y “todo eso”. Pide por su hija, que está en un hospital con no sé qué. Estoy distraído mirando por la ventana, tantos carros, tan pocos andenes. Vuelvo a mirar dentro del bus. Sí, soy una mala persona. Pero ¿es posible escuchar y compartir toda la mierda de los demás y llegar a la casa a dormir tranquilo? No, necesito ser indiferente. Mis problemas, mi situación y la ciudad me agobian suficiente.
La Calle 100, tan amplia y tan lenta. Ese nuevo puente vehicular me parece lobísimo, además nadie lo usa. El bus ya está lleno. Yo sigo mirando por la ventana. Pienso en lo que podría cocinar con lo que compré. Me acuerdo de mi amigo Juan Manuel que siempre tenía dinero para invitarme a beber y compraba comida basura. Nunca escuchó mis consejos de cocina y ahora que vive en Francia sí le dio por aprender a cocinar. Ya casi me bajo, mejor me paro ya para poder atravesar la masa humana.
Llego a mi casa. Me siento mal por ser tan indiferente, por sentirme desgraciado, pero necesito salir de acá. Necesito un lugar donde pueda vivir con poco y ser feliz, donde haya parques para almorzar, trasporte para atravesar la ciudad, espacios abiertos y seguros para compartir, lugares que me estimulen. Esta soledad dentro de la multitud me consume. Considero irme a vivir a la finca por una temporada, pero debo pensarlo mejor. Recuerdo como nos despedimos con Isa esta mañana: “Definitivamente nacimos para quejarnos”.
Entro al apartamento. Organizo el mini mercado. ¡Qué imbécil! Tengo una caja de Earl Grey sin abrir que Robert me regaló. Bueno, eso no se pierde.
A mi amiga L.