Cuando tengo que pernoctar fuera de casa, evito llevar cosas mías. Aparte de la comodidad de no tener que cargar nada, está la sensación de vivir la experiencia de los demás, de usar cosas que yo no tengo ni conozco.
Mi lugar favorito son los baños. Cada vez que tomo una ducha en casa ajena pruebo el champú y el jabón de mi anfitrión. Me pregunto cómo llegaron a usar cierto producto, ese aroma o textura.También pido ropa prestada, me mido cosas que no me quedan, acepto prendas extravagantes o de tallas diferentes.
Siempre me ha gustado vestirme con ropa prestada. Encuentro en ello una especie de escudo de mi ser y un pretexto para ser. No es una negación de la identidad, ni mucho menos una extrapolación de otras identidades, simplemente es un fetiche que me genera seguridad, como fumar en la calle o cargar un paraguas.
Algunos objetos me gusta conservarlos, especialmente cuando pierden el carácter ajeno y se convierten míos: como mi bufanda roja o mi correa café. Pero lo que más me gusta de ellos es el sentido que tienen para mí: la experiencia de otros exhibida antes que la mía, la fluidez de una identidad indescifrable y cuestionable, pero que no es la mía, me la puedo quitar y poner. Si es cuestionada, culpo al dueño de los objetos, si es elogiada, callo y poso como alguien con buen gusto.
Mi mamá se vuelve loca cuando me ve con cosas que no son mías. Detesta lo viejo y lo prestado. Por el contrario, yo no puedo evitar heredar cosas. Antes de que fuera considerado vintage, usaba ropa de mi abuelo: sacos viejos y pasados de moda. Aunque el anacronismo era evidente, había una fuerza superior al buen vestir y las tendencias, que me decía que si un hombre tan admirable como mi abuelo lo había usado, que importaba como me viera.
Por otro lado hay otro tipo de juegos de los que me gusta participar y fomentar. Me gustaba cuando mi amiga Isa me vestía, me sugería accesorios, a veces un tanto extravagantes. Había una complicidad creadora y de sumisión secreta, que se transformaba en poder y seguridad en la calle.
Hace poco usé una camisa de mujer, la escondí bajo un saco gris, pero implícitamente entre mi anfitriona y yo, había una burla a la sexualidad y el buen gusto, una extravagancia que retaba o sugería. Pero otra vez, no era yo.
Por último, he recibido una bolsa llena de ropa vieja. Una semana después de doblada y organizada, me animé a usar algunas cosas. Acá el juego se pone algo confuso. La ropa me gusta, la usaría y podría ser mía. Sin embargo nada es de mi talla y algunas veces pienso en la posibilidad de estar plagiando a una persona. Pero ahora el fetiche es diferente. No se trata de disfrazarme, sino de conservar recuerdos de un ser querido que ya no está. Hoy me miro al espejo y me reconozco en lo que visto, pero me da miedo imaginar que tengo una enfermedad mental al estilo de Cerezos en flor, o peor aún, estar viviendo en un estado obsesivo.
A veces me siento patético y pienso en botarla o regalarla, pero me da pereza pensar tanto en eso y prefiero estirar la camisa para que parezca que sí es mía.
1 comment:
Ya es suya, la camisa estirada... ¿no? ¿Me la presta?
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