Wednesday, September 08, 2010

Yo y mis elucubraciones

Fui por recomendación de mi médico general, pero no tenía claro porque estaba ahí. Una de las primeras preguntas que hizo mi sicóloga fue ¿Por qué había venido? Le contesté que no sabía, que a lo mejor no tenía porque verla. Ella me contestó que el hecho de que estuviera ahí decía que había algo que me inquietaba, y en efecto, después de algunas sesiones pude ver que había un nudo de incertidumbre y dudas que me afectaban, difíciles de identificar y desenmarañar.

Mi terapia (o como se le llame sicológicamente) consistía en que yo me sentaba en el diván (no acostado) y frente a ella empezaba a narrar acontecimientos de mi vida, describir mis relaciones, expresar reflexiones o responder preguntas puntuales que ella hacía, y sin darme cuenta, todo esto adquiría un tono de confesión. Al principio fue fácil, ella dejó claro que era una sicóloga y nuestra relación estaba mediada por un pacto profesional que garantizaba libertad y privacidad.

En el consultorio las palabras fluían como quien le cuenta una historia a un amigo, libremente sin consideraciones a la gramática o la sintaxis. La confesión liberaba, había un sentimiento de complicidad y comprensión por parte de ella que era inevitable no contar cuanto había en mí. Sin embargo, y después lo comprendí, yo no le contaba mi vida a ella, me la contaba a mí mismo en voz alta.

De estos encuentros empezó a evidenciarse un tercero, era otro yo representado por mis palabras. Desnudo y transparente, carente de cualquier máscara o postura social. A pesar de la advertencia sobre la posición neutral que mi sicóloga tendría, este yo verídico y abstracto se presentaba para mi propio juzgamiento.

Identificar el malestar no lo elimina. Conocerse uno mismo no conlleva a la liberación per se, sino que lo arrincona en una serie de pensamientos que deben transformase en acción, toma de decisiones, nuevas posturas ante la vida. A pesar de la posibilidad de organizar las ideas para desmenuzar con conciencia ese mundo emocional que se escapa a la razón, no está excento de vergüenza y desazón.

Comparto una experiencia personal que tal vez no sea de mucha relevancia para mis lectores. Mientras escribía me daba cuenta que ya no tenía nada que ver con la idea original (la conflictiva relación de un lector con el libro ¿o del escritor? ya no recuerdo). Sin embargo he decidido continuar porque reconocer mi estado de aletargamiento me ha hecho sentir culpable.

Actuar en contra de mis propios juicios me parece un acto de violencia, pero ¿No vivimos en una sociedad histérica que se desconoce así misma, en la cual los sujetos se desconocen entre ellos, llenos de comportamientos erráticos y violentos? Juzgar a los demás es fácil, pero transformarse uno mismo es un reto. No obstante, después de haber caído en la trampa existencialista y peligrosa, cuando nos herimos con conciencia, siempre está la vía de la confesión. Tal vez sí expíe culpas.